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Alerta en lo profundo

Por la Lic. en Comunicación Lucía Castro
Coordinadora de la organización Sin Azul No Hay Verde

Actúa en lo profundo de las sombras, arrasa con todo y deja una estela de muerte a su paso. Esta vez no se trata de un virus pandémico ni de una catástrofe natural, sino de una actividad económica que marca un antes y un después en los ecosistemas marinos: la pesca de arrastre.

La pesca de arrastre constituye el método más utilizado en Argentina. Se destina a la captura de las principales especies que hacen a la industria pesquera: la merluza y el langostino. Para llevar a cabo este procedimiento, los barcos sumergen hasta el fondo marino gigantescas y pesadas redes y las arrastran para apresar toneladas de especies. Con este accionar, literalmente, arrasan con el lecho marino y toda la vida que habita sobre y dentro de él. Una red de arrastre puede tener una apertura de boca comparable a la de un edificio de tres pisos, y un largo y ancho similar al de una cancha de fútbol.

La sobrepesca y la pesca incidental son dos consecuencias adicionales relacionadas con este método no-selectivo de captura. Ambas tienen que ver con la redada de especies que no constituyen el principal objetivo de esta actividad, como, por ejemplo, tiburones, rayas o aves marinas. Las redes son enormes, siendo muy difícil (¡o imposible!) dejar afuera toda aquella fauna marina que en realidad no se busca capturar. Dado que estos ejemplares no son el objetivo de la actividad, simplemente se los descarta, es decir, se los devuelve sin vida al mar, a pesar de encontrarse prohibido dicho accionar por la ley federal de pesca. La captura de arrastre no sólo representa un lacerante daño al ecosistema marino, sino que también conlleva enormes pérdidas económicas para la industria y millones de platos de comida desperdiciados en el mar.

Los pasivos ambientales

Si queremos comenzar a revertir el daño ocasionado, debemos hacernos a un lado para dejar que la naturaleza se recupere y repare el daño producido. ¿Cómo hacemos eso? Creando grandes áreas marinas protegidas (AMPs) donde la pesca industrial, y cualquier otra actividad extractiva, permanezca completamente prohibida, y así los hábitats y las distintas poblaciones de especies marinas puedan restaurarse y recuperar su salud. Las áreas marinas protegidas son grandes espacios establecidos para la conservación de la diversidad de especies, hábitats y procesos ecológicos. Por ende, conforman una herramienta efectiva e indispensable para hacer frente a las múltiples amenazas y mantener así un océano sano.

En estos espacios la vida abunda y, por ende, los valores y beneficios aportados resultan innumerables: contribuyen al buen funcionamiento del ecosistema, lo cual colabora con la generación de alimento y oxígeno, y a mitigar el cambio climático; ayudan a restablecer poblaciones de distintas especies muy vulnerables, e incluso en peligro de extinción; proveen refugio para las especies de peces y mariscos que son fundamentales para la industria pesquera; y favorecen la recuperación de sitios degradados.

Actualmente, nuestro país cuenta con dos áreas marinas protegidas ubicadas en el extremo sur de nuestra plataforma continental: Namuncurá-Banco Burdwood y Yaganes. Si bien son de vital importancia, no son suficientes. Sobre todo, si queremos contribuir como país a alcanzar la meta acordada en la última COP15 de Biodiversidad, de proteger, al menos, el 30% de los océanos para el año 2030, o aún más importante: si queremos trabajar por un planeta habitable para nosotros y para las generaciones futuras.